Comunicaciones

Carta al Pueblo de Dios

Queridas hermanas y hermanos:

Con todos vosotros queremos dar gracias a Dios por la hermosa experiencia que acabamos de vivir. Este tiempo bendecido lo hemos vivido en profunda comunión con todos vosotros. Hemos sido sostenidos por vuestras oraciones, llevando con nosotros vuestras expectativas, vuestras preguntas y también vuestros miedos.

La sesión que nos ha reunido en Roma desde el 30 de septiembre constituye una etapa importante en el proceso sinodal. Por muchos motivos, ha sido una experiencia sin precedentes. Por primera vez, hombres y mujeres han sido invitados, en virtud de su bautismo, a sentarse en la misma mesa para formar parte no solo de las discusiones, sino también de las votaciones de esta Asamblea del Sínodo de los Obispos. Juntos, en la complementariedad de nuestras vocaciones, carismas y ministerios, hemos escuchado intensamente la Palabra de Dios y la experiencia de los demás. Utilizando el método de la conversación en el Espíritu, hemos compartido con humildad las riquezas y las pobrezas de nuestras comunidades, tratando de discernir lo que el Espíritu Santo quiere decir a la Iglesia hoy.

Hemos experimentado también la importancia de favorecer intercambios recíprocos entre la tradición latina y las tradiciones del Oriente cristiano. La participación de delegados fraternos de otras Iglesias y Comunidades eclesiales ha enriquecido profundamente los debates.

Nuestra Asamblea se ha llevado a cabo en el contexto de un mundo en crisis, cuyas heridas y escandalosas desigualdades han resonado dolorosamente y han dado a nuestros trabajos una gravedad peculiar, más aún cuando algunos de nosotros venimos de países en los que la guerra se intensifica.

Hemos rezado por las víctimas de la violencia homicida, sin olvidar a los que la miseria y la corrupción les han arrojado a los peligrosos caminos de la emigración. Hemos garantizado nuestra solidaridad y nuestro compromiso al lado de las mujeres y los hombres que en cualquier lugar del mundo actúan como artesanos de justicia y de paz.

Por invitación del Santo Padre hemos dado un espacio importante al silencio, para favorecer entre nosotros la escucha respetuosa y el deseo de comunión en el Espíritu. Durante la vigilia ecuménica de apertura, experimentamos cómo la sed de unidad crece en la contemplación silenciosa de Cristo. Día tras día, hemos sentido el apremiante llamamiento a la conversión pastoral y misionera, porque la vocación de la Iglesia es anunciar el Evangelio poniéndose al servicio del amor infinito con que Dios ama al mundo (cf. Jn 3,16).

Ante la pregunta de qué esperan de la Iglesia con ocasión de este Sínodo, algunas personas sin hogar que viven en los alrededores de la plaza de San Pedro respondieron: “¡Amor!”. Este amor debe seguir siendo el amor trinitario y eucarístico, como recordó el Papa, evocando el 15 de octubre, en la mitad del camino de nuestra Asamblea, el mensaje de santa Teresa del Niño Jesús.

¿Y ahora? Esperamos que los meses que nos separan de la segunda sesión (octubre de 2024) permitan a cada uno participar en el dinamismo de la comunión misionera indicada en la palabra “sínodo”.  No se trata de una ideología, sino de una experiencia arraigada en la Tradición Apostólica. Como recordó el Papa al inicio de este proceso: “Si no se cultiva una praxis eclesial que exprese la sinodalidad […] promoviendo la implicación real de todos, la comunión y la misión corren el peligro de quedarse como términos un poco abstractos”. Los desafíos son múltiples y las preguntas numerosas. El informe de esta primera sesión aclarará los puntos de acuerdo alcanzados, evidenciará las cuestiones abiertas e indicará cómo continuar el trabajo.

Para progresar en el discernimiento, la Iglesia necesita escuchar a todos, comenzando por los más pobres. Eso requiere un camino de conversión, que es también un camino de alabanza: “Te doy gracias, Padre, Señor del cielo y de la tierra, porque has escondido estas cosas a los sabios y entendidos, y las has revelado a los pequeños” (Lc 10,21). Se trata de escuchar a aquellos que no tienen derecho a la palabra en la sociedad o que se sienten excluidos, también de la Iglesia. Escuchar a las personas víctimas del racismo en todas sus formas, en particular en algunas regiones de pueblos indígenas cuyas culturas han sido humilladas. Sobre todo, la Iglesia de nuestro tiempo tiene el deber de escuchar, con espíritu de conversión, a los que han sido víctimas de abusos cometidos por miembros del cuerpo eclesial, y de comprometerse estructuralmente para que eso no vuelva a suceder.

La Iglesia necesita también escuchar a los laicos, todos llamados a la santidad en virtud de su vocación bautismal: el testimonio de los catequistas, que en muchas situaciones son los primeros en anunciar el Evangelio; la sencillez y la vivacidad de los niños; el entusiasmo de los jóvenes, sus preguntas y sus peticiones; los sueños de los ancianos, su sabiduría y su memoria. La Iglesia necesita escuchar a las familias, sus preocupaciones educativas, el testimonio cristiano que ofrecen en el mundo de hoy. Necesita acoger las voces de aquellos que desean ser involucrados en ministerios laicales o en organismos participativos de discernimiento y decisión. La Iglesia necesita particularmente, para progresar en el discernimiento sinodal, recoger todavía más las palabras y la experiencia de los ministros ordenados: los sacerdotes, primeros colaboradores de los obispos, cuyo ministerio sacramental es indispensable; los diáconos, que a través de su ministerio representan la preocupación de toda la Iglesia por el servicio a los más vulnerables. La Iglesia debe también dejarse interpelar por la voz profética de la vida consagrada, centinela vigilante de las llamadas del Espíritu. Y debe también estar atenta a los que no comparten su fe, pero que buscan la verdad, y en los que está presente y activo el Espíritu, que ofrece “a todos la posibilidad de que, en la forma de solo Dios conocida, se asocien a este misterio pascual” (Gaudium et spes 22).

“El mundo en que vivimos, y que estamos llamados a amar y servir también en sus contradicciones, exige de la Iglesia el fortalecimiento de las sinergias en todos los ámbitos de su misión. Precisamente el camino de la sinodalidad es el camino que Dios espera de la Iglesia del tercer milenio”. No debemos tener miedo de responder a esta llamada. La Virgen María, primera en el camino, nos acompaña en nuestro peregrinaje.  En las alegrías y en los dolores Ella nos muestra a su Hijo y nos invita a la confianza. ¡Es él, Jesús, nuestra única esperanza!

Ciudad del Vaticano, 25 de octubre de 2023

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