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El arte de la santidad

Leyendo hace años una revista, mis ojos se toparon con esta frase: “Una historia de la Iglesia sin escándalos difícilmente será una historia verdadera”.

Impulsado por resortes que brotan de la fe, pensé: “Y una historia de la Iglesia sin santos difícilmente será también una historia verdadera”. Porque los santos, con un recorrido humano ejemplar, son el mejor exponente de la Iglesia: revelan y acercan el ideal de Jesús con arte y naturalidad.

La santidad es el modo de ser de Dios: su respirar existencial. Y es el talante con que Dios nos soñó a los humanos: “santos e irreprochables ante él por el amor…” (Ef 1,4). Dios mismo es el mejor modelo de santidad. Por eso Jesús exhorta: “Sed santos como el Padre celestial es santo” (Mt, 5,48).

El Concilio Vaticano II (1962-1965) insistió en recordar este valor: todos estamos llamados a la santidad. Experimentar la hermosura y el alcance de esta vocación conmueve profundamente y dinamiza hasta lo insospechado…

Pero consideremos también que la santidad es una tarea responsable de cada uno, en colaboración con el Espíritu que actúa y ora en nosotros (cf. Rm 8,1-13.18-27). Nadie puede suplir a otro en esta responsabilidad: es personal intransferible y, a la vez, comunitaria.

En algunos círculos sociales la santidad no tiene buena prensa ni es bien acogida. La entienden como una expresión desfasada y devaluada; no han descubierto su verdadero sentido. Por el contrario, quienes la valoran, la entienden como fuerza vital, energía apasionante y signo de personalización.

Otro prejuicio que se trae y se lleva es que la santidad no está al alcance de todos; es solo para privilegiados… ¿Habrá alguna justificación escondida en este modo de pensar? Cabe imaginarlo, porque divulgar esta mentalidad es rebajar las aspiraciones humanas, engañar a la gente y cooperar con la mediocridad…

Hemos de convencernos de que la santidad no es una utopía imposible, sino un valor excelente, aunque difícil y exigente, que debe adornar la vida de todos los seguidores de Jesús y la de todos los hombres y mujeres, porque todos hemos sido hechos a imagen y semejanza de Dios. No es de recibo afirmar: “Yo no tengo madera de santo…”. San Agustín atestiguaba: “Si este y esta han llegado a santos, ¿yo por qué no?”.

Para trabajar la santidad tenemos cantidad de recursos personales, carismáticos y evangélicos como, por ejemplo, las bienaventuranzas. Estas motivaciones están repletas de inteligencia, de verdad, de iluminación, de estímulo…; son pautas de vida acertada; constituyen un resumen impresionante de las actitudes y opciones que hacen grande a Jesús.

Ahora, en la historia diaria de Iglesia, son los santos quienes nos revelan con detalle este valor y nos lo acercan testimonialmente, evitando que se pierda en lo abstracto. Ellos no son de otra pasta…, son de carne y hueso como nosotros, con valores y limitaciones, pero se han tomado muy en serio la vida y el seguimiento de Jesús. No hacen cosas extrañas, deslumbrantes; sí realizan extraordinariamente bien lo ordinario de cada jornada. En muchos casos, son un orgullo para la sociedad. Por eso resultan atractivos. Sin duda, son los mejores cristianos, los representantes más dignos de lo que la Iglesia debe ser en todo momento.

En verdad, santo es un tipo cuya experiencia total arrastra, una persona feliz, de vida interior exuberante, que actúa con sencillez y hasta con sentido del humor, mezcla de equilibrio y de seguridad personal. Santo es una persona con arte y genio para vivir, que no es necesariamente un héroe ni un mártir, pero sí un testigo apasionado de la verdad y la rectitud, con corazón de primavera. Santo, en definitiva, es quien sabe vivir y, por tanto, tiene capacidad y arrojo para realizar aquello que los demás intuimos, pero no siempre practicamos…

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