El enigma de la muerte

Se acerca el día en que conmemoramos a todos los difuntos. Un día especial para recordar y agradecer a personas con las que hemos convivido y que nos preceden en el misterio de la trascendencia… Entre los diversos modos de recordar y agradecer incluimos la oración y la celebración creyente de la vida en comunión con Jesús “el Viviente”, al que notamos en medio de la comunidad cristiana de un modo muy significativo.

Y esta conmemoración nos da pie para que reflexionemos sobre la muerte, un enigma que tanto cuestiona y preocupa. Muchos nos interpretamos como hijos del amor y como regalo. Pensamos que nacemos para vivir. Sin embargo, una pregunta repiquetea en el interior con intensa resonancia: ¿Quién tiene la última palabra: la vida o la muerte?

La muerte es un umbral que todos hemos de atravesar. Y con la muerte llega el misterio… Algo tan trascendente que la psicología humana solo puede afrontar con interrogantes, aspiraciones y esperanza. Pero los creyentes lo afrontamos también desde la fe y con confianza en Dios, Señor y Dador de vida… En esta clave la esperanza reluce más, crece y se expande…

Es evidente que en el fondo de la identidad humana hay resistencia a desaparecer y hay ansias muy arraigadas de vida en plenitud, de libertad, de amor, de proyección potente… Si somos criaturas de Dios, él no se puede reír de nosotros tronchando la pasión que sentimos por vivir. Y gracias a la fe reconocemos y tenemos la certeza de que somos “hijos” de Dios y muy queridos…

Contemplar la muerte de cara es necesario y saludable. Ignorarla o intentar borrarla de nuestra consideración es un engaño y un signo de no tomarse la vida en serio, con realismo y con entereza. Jesús asumió el riesgo de la muerte con conciencia clara de este paso definitivo. Su actitud fue encomendar su vida a la protección de Dios: “Padre, a tus manos encomiendo mi espíritu…” (Lc 23,46).