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«Sal» y «luz»

Aprovechamos el verano para el descanso, el esparcimiento, el turismo, las visitas, los encuentros… Los cristianos, conscientes en todo momento de que somos seguidores de Jesús, no olvidamos que en verano seguimos siendo “sal” de la tierra y “luz” del mundo…

El pasaje de las bienaventuranzas que presenta el evangelio de san Mateo culmina con tres propuestas de Jesús: sólidas, categóricas y respaldadas por su autoridad moral y su ministerio:

Vosotros sois la sal de la tierra.

Vosotros sois la luz del mundo.

Alumbre vuestra luz a los hombres para que vean vuestras buenas obras y den gloria a vuestro Padre que está en el cielo (Mt 5,13-16).

Se entiende que practicando las bienaventuranzas uno resulta “sal de la tierra” y “luz del mundo”, es decir, alcanza una identidad tan transparente, fecunda y significativa que se convierte en un “reflejo de la existencia de Dios”.

Qué confianza nos muestra Jesús: tú y yo podemos ser símbolos de Dios y de su Reino. Pero estas propuestas son también una seria responsabilidad: se nos encarga alumbrar y sazonar la vida.

Las imágenes

Ser “sal” y “luz” son dos imágenes que describen cómo deben ser el testimonio y la militancia de los cristianos. Son dos expresiones simbólicas de potente significado, que apuntan a un objetivo claro y definido: que el Padre del cielo sea reconocido y reciba la gloria que se merece. Los cristianos hemos de ser divinamente elocuentes por nuestra manera de ser, de vivir y, sobre todo, de actuar: “Que vean vuestras buenas obras”, pero no para la vanagloria personal, sino porque la vida de un cristiano debe ser espejo de Dios.

El carné de identidad de todo seguidor de Jesús debe contener estos dos indicadores evangélicos: ser “sal” y ser “luz”. Por tanto, no procede que un seguidor de Jesús sea soso, insípido, bajo de entusiasmo o carente de relieve. Tampoco procede que un cristiano sea apagado, sin destellos ni luminosidad.

Ser “sal” equivale a dar sentido, alegría, contenido, esperanza a la existencia diaria; supone vivir con espiritualidad y garra militante, para que a través del testimonio y del compromiso muchos descubran y glorifiquen al Padre común.

Ser “luz” indica que nuestro vivir, quehacer y hablar han de alumbrar humana y cristianamente sin hacer cosas raras, pero sí llenando de amor y de santidad lo ordinario de cada día. Según esto, preguntémonos: ¿Es luz el amor que expreso, la solidaridad que practico, el ánimo que transmito, los servicios que hago, la espiritualidad que respiro, los compromisos que tengo, el trabajo que desarrollo, la alegría que irradio, la mística que comunico…? La vida alumbra y es espejo de Dios si transparenta de manera natural el espíritu de las bienaventuranzas.

Por ello conviene que meditemos con frecuencia si somos sal y luz, si nuestra vida “sorprende” e “interroga”, si somos “símbolos” del Dios bueno, “que hace salir el sol sobre malos y buenos y hace caer la lluvia sobre justos e injustos” (Mt 5,45).

Nuestra misión

Ser “sal” y “luz” en los ambientes es la misión testimonial que Jesús nos pide. Se trata de algo connatural con la identidad que los cristianos hemos de desplegar en la vida diaria. Así como la sal y la luz no son recursos ocasionales y extraordinarios, sino comunes, de la misma manera es preciso que los seguidores de Jesús seamos testigos y profetas en nuestros ambientes de forma normal y continuada. El mismo Jesús anima: “Yo soy la luz del mundo; el que me sigue tendrá la luz de la vida” (Jn 8,12).

Estamos llamados a iluminar y ayudar con el testimonio, con expresiones de estímulo y con obras que lleven el sello del amor teologal. Con la asimilación y el bagaje de las bienaventuranzas los cristianos hemos de ser sal y luz mostrando por las “obras de la fe” que somos “hijos de la luz” (Jn 12,36) y que respiramos aire divino, saludable para la atmósfera humana. En consecuencia, este mensaje de la sal y la luz viene a reforzar el testimonio que ya de por sí compete responsablemente a toda persona.

La dicha de las bienaventuranzas no es para saborearla solo privadamente, sino para disfrutarla con los demás y difundirla de modo que se extienda y alcance a todos. Los cristianos hemos de creer que estamos llamados a expandir mística, entusiasmo, testimonio… como señales de que Dios existe y es bueno.

Cristianos de calle

No nos podemos contentar con ser cristianos de templo. Es necesario que la fe trascienda y llegue a la calle de manera que ilumine todo lo público, porque la vida social (cultural, laboral, sindical, familiar, de ocio…) ha de ser campo de siembra y de cultivo para un cristiano. La utopía posible del Reino de Dios y su justicia nos sigue desafiando…

Tengamos presente que el compromiso de acrecentar la luz de Jesús arranca del bautismo. Así lo hemos rubricado repetidamente renovando las promesas bautismales. Sea en comunidad o sea en particular, todos los seguidores de Jesús tenemos el deber y la responsabilidad de ser fermento humanitario y parábola evangélica que revele la cercanía de Dios.

El modelo sobresaliente siempre será Jesús, “el primero en todo” (Col 1,18). Él fue un creyente de calle, de relación y compromiso, sobre todo con los más necesitados de salvación. Él estaba convencido de que el plan de Dios debía llegar a la vida de las personas. Por eso optó por ejercitar más la presencia en la calle que el ministerio en el templo. Del mismo modo, los cristianos hemos de estar presentes en la calle para acercar el Evangelio a las situaciones de la vida. Como creyentes, podemos aportar mucho en la mejora y la transformación de la sociedad. El Evangelio siempre será una infusión de luz y de vida, de salud y de bienaventuranza, de verdad y de mística.

Si desarrollamos con dinamismo nuestra vocación, veremos que la misión cristiana nos reclama crecientemente participación y apoyo misionero. Ciertamente tenemos mucha tarea por delante. Es muy alentador y constructivo aportar la espiritualidad de las bienaventuranzas. Si lo hacemos, podremos sentirnos felices porque desarrollaremos una de las consignas esenciales de Jesús y estaremos colaborando en la revelación de Dios al mundo.

En resumen, también en verano somos conscientes del deber evangélico de ser “sal y luz”, para revelar que Dios existe y es bueno.

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